Navidades de un francés en Santa Marta
enero 20, 2015ViveCaribe Uncategorized0
Cédric Rotunno
Cuando vivía en Francia siempre había escuchado con interés a los colombianos al hablar de sus fiestas navideñas, de sus rumbas hasta la madrugada, bailando y tomando trago; por designios del azar vine a vivir a este país y un 24 de diciembre, no les diré el año, pasé una de las navidades más divertidas de mi vida.
Esto fue en Santa Marta, ahora vivo en Medellín, lo más curioso es que hasta ese momento mis navidades siempre habían transcurrido en un pequeño pueblo de Los Alpes, donde con mis hermanos, mis padres y abuelos alquilábamos un pequeño chalet y nos maravillábamos viendo caer la nieve. Allí aprendí a esquiar, pero sobre todo a conocer y soportar el frío.
Me acuerdo de nuestras noches al lado de la chimenea, escuchando el crujir de la leña cuando hacía contacto con el fuego y la voz ronca de la mi abuelo leyéndonos cuentos y contando sus anécdotas de la guerra, nosotros maravillados lo escuchábamos arropados hasta la cabeza y comiendo chocolate.
En la cena de Nochebuena, solíamos hacer una comida familiar a luz de las velas, con entrada de almejas al coñac, y el plato típico: lenguado a la Meunier, junto con el foi-gras y el pavo relleno y como postre degustábamos la Bûche de Noël, un pequeño pastel en forma de tronco hecho con nueces y chocolate. A mis sentidos regresan el aroma del vino blanco que mis padres tomaban por montón y así pasaron muchos años, repitiendo la misma historia, viendo caer la nieve y soportando el frío, hasta que llegó la universidad donde conocí muchos amigos extranjeros de diversos países, africanos, asiáticos, latinoamericanos y sobre todo colombianos.
Entrando en el último año de carrera decidí hacer una pasantía fuera de Francia y el país elegido fue Colombia, la intención era mejorar mi español, tendría que llegar a este país a finales de enero pero por complicaciones de la aerolínea me obligaron a viajar antes, por eso llegué un 22 de diciembre.
La familia que me hospedó vivía en un barrio popular, así que desde ese día hasta cuando salí de allí a un apartamento independiente, diez días después, nunca dejé de escuchar música, sobre todo vallenato, tomar cerveza y wisky barato.
El 24 llegó rápido, esa mañana desperté temprano por culpa de la rumba del vecino, el calor para mí era insoportable, me sorprendió la alegría de la gente en la casa y de la vecindad en general, todos estaban felices como si su selección de futbol hubiera ganado el mundial, hasta el perro parecía mover mucho más la cola.
Acompañé a Doña Magola, la madre de la casa, a hacer compras, siempre se quejaba de los precios pero compraba de todo y cuando debía ahorrar no lo hacía; ese día almorzamos poquito pues me dijeron que nos reserváramos para la noche. El señor Alfonso, el padre de familia, no llegó a la hora de la navidad pues desde las nueve de la mañana comenzó a beber cerveza y wisky que les daban los vecinos, así que a las seis de la tarde estaba totalmente borracho, Doña Magola le metió su regaño y dos golpes fuertes en su prominente panza, era la primera vez que veía a una mujer pegándole a un hombre, ella me dijo “todos los años es igual, yo le digo desde temprano: mira, Alfonso, no tomes tan rápido pero el desvergonzado no me hace caso y mañana seguro va a tener un guayabo insoportable”.
Aquel día, el equipo de sonido comenzó a sonar desde temprano, colocaron los parlantes en dirección a la calle y creo que cada hora iban aumentando el volumen, hasta que a las siete de la noche ya era insoportable para mí pero para ellos era normal.
Los vecinos entraban y salían, lo mismo los primos, los tíos, los abuelos, la casa era una romería y siempre que llegaban yo era la atracción, “aquí está el francés, ¿será que sí se baña?, pero no huele tan feo” escuché decir cuando hablaban de mi pensando que no entendía español.
Pero la verdadera fiesta empezó a las 10 de la noche, trajeron una tambora para que la conociera y todos nos pusimos a bailar, lógico las risas no se hicieron esperar por mis cadenciosos movimientos, varias mujeres se dispusieron a enseñarme y los muchachos, claro, no vieron esto con buenos ojos. Así que desistí de bailar.
A las doce, comenzaron a sonar pitos y una canción viejísima, según me dijo uno de los muchachos de la casa, “esa canción la ponen desde cuando mi abuelito era un niño”. La señora Magola comenzó a servir, primero sopa, luego pavo, comí también hayacas que trajeron los vecinos y unos bollos blancos.
Me asustaron unos tiros que resultaron ser tiros al aire hechos por un policía que estaba borracho, pero con tan mala suerte o puntería que uno de los disparos pegó en un poste de la luz dejándonos sin energía en la cuadra. La rumba parecía terminar y yo estaba dispuesto a irme a dormir, pero mis amigos contactaron a otros amigos y todos nos fuimos a otra casa, unas cuadras adelante, donde la rumba y la luz estaban prendidas.
Más trago para el extranjero, más comida para el francés, era lo que siempre me ofrecían; debido al alcohol y a una morena que me gustó, continué bailando hasta el amanecer. Regresamos a la casa a las seis de la mañana y sin dormir un minuto, nos cambiamos y fuimos a una playa maravillosa, donde la música continúo lo mismo que las cervezas, pero no pude nadar, ni tomar más pues me quedé dormido debajo de un árbol hasta las cinco de la tarde cuando todos cansados y amanecidos decidimos regresar a la casa.
Ahora, después de varios años, para mí las navidades son una mezcla de añoranzas: de una parte, lo vivido en mi tierra natal, viendo caer la nieve y en medio de la formalidad de mi familia; y de otra, la “locura” el desenfreno interminable de la rumba navideña samaria.
